2013-09-26

RELATOS E HISTORIAS




                                                Julián y Braulia


      Los últimos rayos de sol bailoteaban inquietos sobre las pequeñas crestas de las olas causadas por el viento en la laguna.  La brisa llevaba de un lado para otro el olor de las ovejas en su camino hacia el aprisco.  El pastor, que vivía en una choza cercana, se daba prisa por finalizar su tarea mientras pensaba en la cena y en un merecido descanso. Tocaba a su fin una tarde más de aquellos primeros días del verano de 1931.   
     No muy lejos del lugar se encontraba el caserío donde habitaban Julián y Braulia. Él, de Serradilla, aunque nacido en Navezuelas, y ella de Deleitosa, se habían conocido y casado varios años atrás. Tenían dos hijos de cuatro y seis años.
     Cuando  propusieron a Julián el trabajo de guarda en aquella finca cerca de la localidad de Trujillo, ambos vieron colmadas sus ilusiones de formar, junto a sus dos hijos, una familia estable. Creyeron resuelto su futuro inmediato.
    La vida de la pareja transcurría con normalidad. Él, realizando las tareas propias de guarda, y ella, las de madre y ama de casa. Últimamente, poco más podía hacer pues se encontraba embarazada de mellizos.
    A medida que avanzaba el estado de gestación de Braulia, las tareas domésticas y el cuidado de los niños le resultaban más difícil, motivo por el que pidieron ayuda a la madre de Braulia, que se vino a vivir con ellos.     
    Desde su llegada, la madre de Braulia, no dejó de insistir en la conveniencia de que su hija, acompañada de sus dos nietos, se fuera a Deleitosa a dar a luz. Esta insistencia inquietaba a Julián. La idea no le gustaba absolutamente nada. Se pasaba la mayor parte del tiempo malhumorado. No le agradaba el hecho de quedarse solo en la finca por, sabe Dios, cuánto tiempo.  
   ¿Le aterrorizaba la soledad? o ¿Le aterrorizaba que sucediera algo a Braulia y no volverla a ver nunca más?... Lo cierto es que a Julián, esta cuestión, le estaba desquiciando.
    A medida que pasaban los días y la fecha del parto se acercaba, las discusiones sobre el tema fueron siendo cada vez más enconadas y violentas, hasta el punto de causar en Julián una profunda depresión que fue necesario tratar médicamente.  
                                                      
   El atardecer había dejado paso a la noche y el pastor cenaba, tranquilamente, ajeno a los acontecimientos que se desatarían en las siguientes horas.
     Julián y Braulía habían regresado del médico aquella tarde. No se sabe que pasó ni que les dijo, lo cierto fue que por la noche, durante la cena, la discusión subió tanto de tono y el enfado de Julián fue tal, que, descompuesto y alterado, salió a la puerta de la casa con una escopeta en la mano y, sin dar tiempo a Braulia a reaccionar, se colocó la misma bajo la barbilla. Antes de que nadie pudiera hacer nada, Julián apretó el gatillo con intención de suicidarse. Sonó un estruendoso disparo. La cercanía del cañón de la escopeta al mentón y la inclinación de ésta como consecuencias de las prisas y el nerviosismo, hicieron que el disparo no acabara con su vida aunque le destrozó parte de la cara. 
     Julián, sin embargo, no estaba bromeando. Su decisión estaba tomada. Al comprobar que solo tenía unas heridas, echó a correr hacía la laguna manifestando, a gritos,  su intención de ahogarse en ella. Mientras la abuela tranquilizaba a los niños, Braulia, que apenas había tenido tiempo de asimilar lo sucedido, salió tras él todo lo deprisa que su embarazo le permitía. 
     Braulia gritaba: ¡¡Julián!! ¡¡Julián!! ¿Qué vas a hacer?  ¡¡Julián!! ¿Qué vas a hacer?
    Ambos llegaron al borde de la laguna casi al mismo tiempo. 
   Braulia se abrazó con todas sus fuerzas a Julian, gritándole: ¡¡Si te ahogas tú, me ahogo yo!!   
      En la puerta de la choza, el pastor, que había salido al escuchar el disparo y los gritos, contuvo la respiración temiéndose lo peor. Se oyó un ruido como el de un chapoteo en el agua. Después se hizo el silencio, un silencio tan negro como la propia noche. El pastor miró al cielo y pidió a Dios que aquel silencio se rompiera. Volvió a contener la respiración y mantuvo el oído atento a cualquier ruido o señal de socorro. Se mantuvo así durante un largo rato esperando que aquella prolongada calma cesara. No oyó absolutamente nada. De pronto comprendió que tenía que avisar de lo sucedido a Pío, hermano de Julián.
     Pío habitaba en una finca no muy lejos del lugar. Tras conocer la noticia, cogió un farol y se encaminó, tan deprisa como pudo, a la laguna. Germana, su mujer, con algo de sobrepeso que le dificultaba caminar con normalidad, fue tras él, montada en un burro y acompañada de un criado. El pastor se fue al pueblo a comunicar el hecho a las autoridades y a pedir ayuda.    
    Pío llegó con la esperanza de encontrar algún indicio que contradijera sus temores, pero no fue así. Solo encontró unas pisadas que tenían su final en el borde del acantilado. Intentó ver el fondo iluminando con su farol, pero… solo encontró oscuridad. Le pareció un abismo. Pío sintió rabia y dolor y… lloró.  Comprobó, una vez tras otra, pero nada se veía ni se movía. Al rato llegó Germana. Consolándose mutuamente, se quedaron a la espera del personal con los medios necesarios para realizar la búsqueda.
     El grupo llegó casi al amanecer. Pronto, con las primeras luces, las escasas esperanzas que tenían, se desvanecieron. Los cuerpos, sin vida, de Julián y Braulia asomaban en las aguas junto a la orilla. Cuando les sacaron todos quedaron sorprendidos al comprobar que aun continuaban fundidos en el mismo abrazo con el que habían saltado la noche anterior. Un  abrazo con el que viajaron de la vida a la muerte. El abrazo con el que cuatro almas quedaron atrapadas para siempre bajo aquellas aguas.
    ¿Fue la desesperación de Julián y la incredulidad de Braulia lo que les hizo saltar?... ¿Fue el miedo de Braulia a perder a Julián?... ¿Fue la madre de Braulia quien les empujó al abismo?... ¿Fue el amor que se tenían lo que les ahogó?... Quizás fue una mezcla de todo ello... ¿Qué pasó por sus mentes durante aquel instante? Nunca… Nunca lo sabremos. El secreto se ahogó con ellos.
    Los cadáveres, sujetados por una saca de paja a cada lado, fueron transportados a los lomos de dos caballos.
     Subidos en una pared de piedra, Inocencio y Luisa, con catorce y doce años, hijos de Pío y Germana, esperaron toda la mañana para ver la comitiva fúnebre que llevaba a sus tíos y que, lentamente, se dirigió hacia la orilla del rio Tajo.  Allí, la barca de tía Máxima les cruzó a la otra orilla. Tras un largo y tortuoso camino llegaron a Serradilla, donde fueron enterrados.
     Los dos niños del matrimonio, se los llevó la abuela a vivir con ella a Deleitosa. Nunca  más se supo de ellos.
                                        ...............                  

Autor: Juan José Pulido Vega

Septiembre 2013

Dedicada a Priscila, mi madre, por ser la persona que me dió a conocer esta historia. A mi padre Inocencio, porque le hubiera encantado leerla, y a mi tía Luisa, hermana de mi padre, por contarme todos los detalles de la misma. 

Mi padre y mi tía eran, como habréis deducido, los niños que aquella mañana, hace más de 80 años, se subieron a la pared de piedra para ver pasar la comitiva que acompañaba a sus tíos Julián y Braulia.

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