Julián y Braulia
Los
últimos rayos de sol bailoteaban inquietos sobre las pequeñas crestas de las
olas causadas por el viento en la laguna. La brisa llevaba de un lado
para otro el olor de las ovejas en su camino hacia el aprisco. El pastor, que
vivía en una choza cercana, se daba prisa por finalizar su tarea mientras
pensaba en la cena y en un merecido descanso. Tocaba a su fin una tarde
más de aquellos primeros días del verano de 1931.
No muy lejos
del lugar se encontraba el caserío donde habitaban Julián y Braulia. Él, de
Serradilla, aunque nacido en Navezuelas, y ella de Deleitosa, se habían conocido
y casado varios años atrás. Tenían dos hijos de cuatro y seis años.
Cuando
propusieron a Julián el trabajo de guarda en aquella finca cerca de la
localidad de Trujillo, ambos vieron colmadas sus ilusiones de formar, junto a
sus dos hijos, una familia estable. Creyeron resuelto su futuro inmediato.
La vida de la pareja
transcurría con normalidad. Él, realizando las tareas propias de guarda, y
ella, las de madre y ama de casa. Últimamente, poco más podía hacer pues se
encontraba embarazada de mellizos.
A medida que
avanzaba el estado de gestación de Braulia, las tareas domésticas y el cuidado
de los niños le resultaban más difícil, motivo por el que pidieron
ayuda a la madre de Braulia, que se vino a vivir con ellos.
Desde su
llegada, la madre de Braulia, no dejó de insistir en la conveniencia de
que su hija, acompañada de sus dos nietos, se fuera a Deleitosa a dar a luz.
Esta insistencia inquietaba a Julián. La idea no le gustaba absolutamente nada.
Se pasaba la mayor parte del tiempo malhumorado. No le agradaba el hecho de
quedarse solo en la finca por, sabe Dios, cuánto tiempo.
¿Le aterrorizaba la
soledad? o ¿Le aterrorizaba que sucediera algo a Braulia y no volverla a ver
nunca más?... Lo cierto es que a Julián, esta cuestión, le
estaba desquiciando.
A medida que
pasaban los días y la fecha del parto se acercaba, las discusiones sobre el
tema fueron siendo cada vez más enconadas y violentas, hasta el punto de causar
en Julián una profunda depresión que fue necesario tratar médicamente.
El atardecer
había dejado paso a la noche y el pastor cenaba, tranquilamente, ajeno a los
acontecimientos que se desatarían en las siguientes horas.
Julián y
Braulía habían regresado del médico aquella tarde. No se sabe que pasó ni que
les dijo, lo cierto fue que por la noche, durante la cena, la discusión subió
tanto de tono y el enfado de Julián fue tal, que, descompuesto y alterado, salió
a la puerta de la casa con una escopeta en la mano y, sin dar tiempo a Braulia
a reaccionar, se colocó la misma bajo la barbilla. Antes de que nadie pudiera
hacer nada, Julián apretó el gatillo con intención de suicidarse. Sonó un
estruendoso disparo. La cercanía del cañón de la escopeta al mentón y la
inclinación de ésta como consecuencias de las prisas y el nerviosismo, hicieron
que el disparo no acabara con su vida aunque le destrozó parte de la cara.
Julián, sin embargo, no estaba bromeando. Su decisión estaba tomada. Al
comprobar que solo tenía unas heridas, echó a correr hacía la laguna
manifestando, a gritos, su intención de ahogarse en ella. Mientras la
abuela tranquilizaba a los niños, Braulia, que apenas había tenido tiempo de
asimilar lo sucedido, salió tras él todo lo deprisa que su embarazo le
permitía.
Braulia
gritaba: ¡¡Julián!! ¡¡Julián!! ¿Qué vas a hacer? ¡¡Julián!! ¿Qué vas a
hacer?
Ambos llegaron al
borde de la laguna casi al mismo tiempo.
Braulia se abrazó con todas
sus fuerzas a Julian, gritándole: ¡¡Si te ahogas tú, me ahogo yo!!
En la
puerta de la choza, el pastor, que había salido al escuchar el disparo y los
gritos, contuvo la respiración temiéndose lo peor. Se oyó un ruido como el de
un chapoteo en el agua. Después se hizo el silencio, un silencio tan negro como
la propia noche. El pastor miró al cielo y pidió a Dios que aquel silencio se
rompiera. Volvió a contener la respiración y mantuvo el oído atento a cualquier
ruido o señal de socorro. Se mantuvo así durante un largo rato esperando que
aquella prolongada calma cesara. No oyó absolutamente nada. De pronto comprendió que tenía
que avisar de lo sucedido a Pío, hermano de Julián.
Pío habitaba en una finca no muy lejos del lugar. Tras conocer la
noticia, cogió un farol y se encaminó, tan deprisa como pudo, a la laguna.
Germana, su mujer, con algo de sobrepeso que le dificultaba caminar con
normalidad, fue tras él, montada en un burro y acompañada de un criado. El
pastor se fue al pueblo a comunicar el hecho a las autoridades y a pedir
ayuda.
Pío llegó con la
esperanza de encontrar algún indicio que contradijera sus temores, pero no fue
así. Solo encontró unas pisadas que tenían su final en el borde del acantilado.
Intentó ver el fondo iluminando con su farol, pero… solo encontró oscuridad. Le
pareció un abismo. Pío sintió rabia y dolor y… lloró. Comprobó, una vez
tras otra, pero nada se veía ni se movía. Al rato llegó Germana. Consolándose
mutuamente, se quedaron a la espera del personal con los medios necesarios para
realizar la búsqueda.
El grupo llegó
casi al amanecer. Pronto, con las primeras luces, las escasas esperanzas que
tenían, se desvanecieron. Los cuerpos, sin vida, de Julián y Braulia asomaban
en las aguas junto a la orilla. Cuando les sacaron todos quedaron sorprendidos
al comprobar que aun continuaban fundidos en el mismo abrazo con el que habían
saltado la noche anterior. Un abrazo con
el que viajaron de la vida a la muerte. El abrazo con el que cuatro almas
quedaron atrapadas para siempre bajo aquellas aguas.
¿Fue la desesperación
de Julián y la incredulidad de Braulia lo que les hizo saltar?... ¿Fue el miedo
de Braulia a perder a Julián?... ¿Fue la madre de Braulia quien les empujó al
abismo?... ¿Fue el amor que se tenían lo que les ahogó?... Quizás fue una
mezcla de todo ello... ¿Qué pasó por sus mentes durante aquel instante? Nunca…
Nunca lo sabremos. El secreto se ahogó con ellos.
Los cadáveres,
sujetados por una saca de paja a cada lado, fueron transportados a los lomos de
dos caballos.
Subidos en una
pared de piedra, Inocencio y Luisa, con catorce y doce años, hijos de Pío y
Germana, esperaron toda la mañana para ver la comitiva fúnebre que llevaba a
sus tíos y que, lentamente, se dirigió hacia la orilla del rio Tajo.
Allí, la barca de tía Máxima les cruzó a la otra orilla. Tras un largo y
tortuoso camino llegaron a Serradilla, donde fueron enterrados.
Los dos niños
del matrimonio, se los llevó la abuela a vivir con ella a Deleitosa. Nunca
más se supo de ellos.
...............
Autor: Juan José Pulido Vega
Septiembre 2013
Dedicada a Priscila, mi madre, por ser la persona que me dió a conocer esta historia. A mi padre Inocencio,
porque le hubiera encantado leerla, y a mi tía Luisa, hermana de mi padre, por
contarme todos los detalles de la misma.
Mi
padre y mi tía eran, como habréis deducido, los niños que aquella mañana, hace
más de 80 años, se subieron a la pared de piedra para ver pasar la comitiva que
acompañaba a sus tíos Julián y Braulia.
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