2014-02-10

RELATOS E HISTORIAS




LA NIÑA DE LA RODEZNERA



    Cuenta mi madre que, cuando tenía unos doce o catorce años, Faustina, una de sus amigas, le narró una terrible historia ocurrida, años atrás, en el seno de su familia.

    También se la oyó contar a Antonio, pariente cercano de Faustina, que trabajó en la Dehesa Boyal  de Serradilla junto a mi abuelo Fermín.

     No conoce la fecha exacta, pero por sus explicaciones, los hechos debieron producirse en las últimas décadas del siglo XIX (1880 -1890) en la finca situada a orillas del rio Tajo, entre Serradilla y Talaván,  llamada La Rodeznera

     Habitaban en la misma, aunque en diferentes chozas, dos familias ganaderas de cabras y de ovejas que procedían de esta última localidad. Se conocían desde hacía muchos años y se llevaban muy bien, ayudándose en todo aquello en lo que se necesitaban.  

     Un día, una de las familias, se fue a Serradilla a por lo que se denominaba “El avío para el comestible” que consistía en los alimentos básicos, imprescindibles, de toda la familia, para un periodo de tiempo.

    En aquella época, los desplazamientos, que habitualmente se hacían en bestias, eran largos y no estaban exentos de numerosos peligros. Se evitaba, siempre que era posible, llevar niños pequeños, pues suponía un riesgo innecesario para ellos y un engorro para los padres.  Fue la razón por la que dejaron a su hija de aproximadamente  dos años, con la otra familia.

    El matrimonio que quedó a su cuidado tenía varios hijos de corta edad, los cuales, ayudaban a sus padres en algunas de las tareas cotidianas. Entre éstas estaba la de llevar, cada día antes del atardecer, los cerdos a beber a un arroyo que se encontraba algo retirado de la choza. 

     Aquel día, los niños y la niña jugaron largo y tendido. Corretearon hasta bien entrada la tarde. La pequeña se lo pasaba muy bien con los hermanos.

     Pronto llegó la hora de llevar los animales al abrevadero. Al observar que los otros niños se iban, la chiquilla comenzó a llorar desconsoladamente. Quería irse con ellos a toda costa.  La madre de los niños se lo impedía. Era demasiado pequeña. 

     -  ¡Mamá!  ¡Déjala que se venga!-  suplicó uno de los niños- ¡Nosotros cuidamos de ella! 

     - ¡¡Qué no!! - Sentenció la madre.

     La niña lloraba y lloraba... Los niños insistían.

   Al final, viendo el sofocón de la cría, la madre acabó cediendo, no sin antes,  hacerles  numerosas advertencias y recomendaciones.

     - ¡No la dejéis sola ni un momento!  - gritó, mientras los niños caminaban hacia el arroyo.

    - ¡Que sí madre, que sí!  ¡No te preocupes!  -respondía uno de los hijos  según se iban alejando.

                                                                       ….

     El paseo transcurría con toda normalidad hasta que, en la niña, aparecieron los primeros síntomas de cansancio. Comenzó entonces a quedarse atrás y a detenerse.  Los cerdos continuaban su camino y los niños, temerosos de que se les dispersaran, empezaron a  verse desbordados por la situación.  

     Llegaron a unos pilares, abrevadero de animales, donde decidieron dejar sentada a la niña, mientras ellos se acercaban al arroyo a dar de beber a los cerdos.

     -¡Quédate aquí sentada!  -  le dijeron  los niños-  ¡Que volvemos enseguida!

      Ella, muy cansada por el ajetreo de todo el día, asentía con la cabeza.

     Niños y animales continuaron el camino previsto. Antes de traspasar una pequeña loma y perder de vista a la niña, echaron un último vistazo, asegurándose que permanecía sentada en el mismo lugar.

     Bajaron hasta el arroyo. En él estuvieron largo rato mientras los animales bebieron y se refrescaron. Terminada la terea, emprendieron el camino de regreso.  Al asomar la loma lo primero que hicieron fue dirigir la mirada hacía los pilares en busca de la niña…  No la vieron… Se inquietaron... 

     Los chavales buscaron por los alrededores, pero no la encontraron. ¡La niña no estaba! Lamentaron no haber seguido, al pie de la letra, las recomendaciones y advertencias de la madre y temieron por el castigo que les esperaba. Se consolaron pensando que quizás, ella sola, habría regresado a la choza. Se dieron prisa en llegar para confirmarlo. 

     Gritos, llantos, nervios y lamentos desgarradores, tanto de los padres que ya habían regresado de la compra, como de la familia encargada de cuidarla, acompañaron las últimas luces de aquella triste e inolvidable tarde.

      ¡La niña no había regresado!  ¡La niña se había perdido!

   Avisaron al guarda de la finca, que a su vez lo puso en conocimiento de los labradores y demás  ganaderos del lugar. Todos acudieron. Enseguida se organizó una batida.  Buscaron durante toda la noche y durante todo el día siguiente… y el otro… y varios más… pero todo fue en vano.  ¡Ni rastro de la cría!

     Los padres continuaron su particular búsqueda durante mucho tiempo. Pasaron meses, años… Dicen que vendieron las más de doscientas cabras que poseían y se gastaron, en buscar a su hija,  la poca o mucha fortuna de que disponían. Llegaron, incluso, a contratar personal especializado en la búsqueda de desaparecidos. Tampoco obtuvieron resultado alguno.

     Cada vez que les llegaba un rumor o noticia sobre alguna pista que pudiera conducirles a su hija, allí se personaban a comprobarlo.   

     Cuentan que cuando habían transcurridos unos dieciocho o veinte años, apareció por el pueblo donde vivían,  una joven mendiga que levantó todo tipo de especulaciones.  ¿Sería la niña desaparecida?

     Los padres esperanzados de que así fuera, rápidamente, la localizaron, la invitaron a su casa y le dieron de comer.  Pronto comprobaron que no era ella.  De nuevo les invadió la pesadumbre y el desasosiego.

    Y así,  con el corazón destrozado por la enorme tristeza producida por la pérdida y los sobresaltos y decepciones que los falsos indicios les causaban, fueron consumiendo sus esperanzas y sus vidas.  

                                                                            …

     Habían transcurridos muchos y largos años. Algunos de los ganaderos y labradores de aquellos años ya habían fallecido. Otros se encontraban tan enfermos que estaban a punto de hacerlo. Este era el caso del guarda de la finca. 

     Contaban que, sintiéndose morir, no quiso llevarse a la tumba su gran secreto, y, en el lecho de muerte,  confesó a un familiar  la verdad sobre aquellos hechos.

     Al parecer, aquella tarde,  cuando el guarda salió a buscar una cochina de cría que tenía suelta por el campo y acercarse a los pilares, se encontró con una escena tan dantesca que jamás hubiera podido imaginársela. Lo que sus ojos vieron no podía describirse con palabras. ¡La niña había sido atacada y devorada por su cerda!  Su cuerpecito aparecía destrozado y mutilado junto al abrevadero.  

     Le entró el pánico. No sabía qué hacer. Pensó que iría a la cárcel o que le echarían de aquel trabajo. ¡Aquello sería su ruina!  Por su cabeza pasaron mil temores. Tenía que actuar con rapidez. Tomó la decisión de esconder los restos de la niña y de sus ropas bajo unas losas de pizarra que había en los pilares. Después limpió todo resto de lo que allí había sucedido y se alejó del lugar, antes de que nadie le viera, con su cochina; a la que sacrificó, en cuanto pudo, en previsión de que pudiera repetir los hechos o dar lugar a alguna sospecha..

     De esta manera se conoció y aclaró el misterio de la desaparición de la niña de la finca de La Rodeznera.  Una historia cruel en la que la decisión equivocada de un hombre,  presa del pánico,  marcó de por vida el destino de toda una familia.

Al parecer, los padres de la niña vivieron lo suficiente  como para conocer  la verdad y descansar de su tortuosa búsqueda.

O… Quizás nunca creyeron la versión del guarda y prefirieron seguir soñando con su hija viva y feliz en algún lugar remoto.  

Autor: Juan José Pulido Vega
9 de febrero de 2014
Dedicado a todas las personas mayores, en especial a Priscila, mi madre, que tanto necesitan que les escuchemos ésta y cualquier otra historia.

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