LA NIÑA DE LA RODEZNERA
Cuenta
mi madre que, cuando tenía unos doce o catorce años, Faustina, una de sus
amigas, le narró una terrible historia
ocurrida, años atrás, en el seno de su familia.
También
se la oyó contar a Antonio, pariente cercano de Faustina, que trabajó en la Dehesa
Boyal de Serradilla junto a mi abuelo
Fermín.
No conoce
la fecha exacta, pero por sus
explicaciones, los hechos debieron producirse en las últimas décadas del siglo
XIX (1880 -1890) en la finca situada a orillas del rio Tajo, entre Serradilla y
Talaván, llamada La Rodeznera
Habitaban
en la misma, aunque en diferentes chozas, dos familias ganaderas de cabras y
de ovejas que procedían de esta última localidad. Se conocían desde hacía muchos
años y se llevaban muy bien, ayudándose en todo aquello en lo que se
necesitaban.
Un
día, una de las familias, se fue a Serradilla a por lo que se denominaba “El avío
para el comestible” que consistía en los
alimentos básicos, imprescindibles, de toda la familia, para un periodo de
tiempo.
En
aquella época, los desplazamientos, que habitualmente se hacían en bestias,
eran largos y no estaban exentos de numerosos peligros. Se evitaba, siempre que
era posible, llevar niños pequeños, pues suponía un riesgo innecesario para
ellos y un engorro para los padres. Fue
la razón por la que dejaron a su hija de aproximadamente dos años, con la otra familia.
El
matrimonio que quedó a su cuidado tenía varios hijos de corta edad, los cuales,
ayudaban a sus padres en algunas de las tareas cotidianas. Entre éstas estaba
la de llevar, cada día antes del atardecer, los cerdos a beber a un arroyo que se encontraba algo retirado de la choza.
Aquel
día, los niños y la niña jugaron largo y tendido. Corretearon hasta bien
entrada la tarde. La pequeña se lo pasaba muy bien con los hermanos.
Pronto
llegó la hora de llevar los animales al abrevadero. Al observar que los otros
niños se iban, la chiquilla comenzó a llorar desconsoladamente. Quería irse con
ellos a toda costa. La madre de los
niños se lo impedía. Era demasiado pequeña.
-
¡Mamá! ¡Déjala
que se venga!- suplicó uno de los niños-
¡Nosotros cuidamos de ella!
- ¡¡Qué
no!! - Sentenció la madre.
La
niña lloraba y lloraba... Los niños insistían.
Al
final, viendo el sofocón de la cría, la madre acabó cediendo, no sin antes, hacerles numerosas advertencias y recomendaciones.
- ¡No
la dejéis sola ni un momento! - gritó,
mientras los niños caminaban hacia el arroyo.
- ¡Que
sí madre, que sí! ¡No te preocupes! -respondía uno de los hijos según se iban alejando.
….
El
paseo transcurría con toda normalidad hasta que, en la niña, aparecieron los
primeros síntomas de cansancio. Comenzó entonces a quedarse atrás y a detenerse. Los cerdos continuaban su camino y los niños,
temerosos de que se les dispersaran, empezaron a verse desbordados por la situación.
Llegaron
a unos pilares, abrevadero de animales, donde decidieron dejar sentada a la
niña, mientras ellos se acercaban al arroyo a dar de beber a los cerdos.
-¡Quédate
aquí sentada! - le dijeron
los niños- ¡Que volvemos
enseguida!
Ella,
muy cansada por el ajetreo de todo el día, asentía con la cabeza.
Niños
y animales continuaron el camino previsto. Antes de traspasar una pequeña loma
y perder de vista a la niña, echaron un último vistazo, asegurándose que permanecía
sentada en el mismo lugar.
Bajaron
hasta el arroyo. En él estuvieron largo rato mientras los animales bebieron y
se refrescaron. Terminada la terea, emprendieron el camino de regreso. Al asomar la loma lo primero que hicieron fue
dirigir la mirada hacía los pilares en busca de la niña… No la vieron… Se inquietaron...
Los chavales
buscaron por los alrededores, pero no la encontraron. ¡La niña
no estaba! Lamentaron no haber seguido, al pie de la letra, las recomendaciones
y advertencias de la madre y temieron por el castigo que les esperaba. Se
consolaron pensando que quizás, ella sola, habría regresado a la choza. Se
dieron prisa en llegar para confirmarlo.
Gritos,
llantos, nervios y lamentos desgarradores, tanto de los padres que ya habían
regresado de la compra, como de la familia encargada de cuidarla, acompañaron las
últimas luces de aquella triste e inolvidable tarde.
¡La niña no había regresado! ¡La niña se había perdido!
Avisaron
al guarda de la finca, que a su vez lo puso en conocimiento de los labradores y
demás ganaderos del lugar. Todos
acudieron. Enseguida se organizó una batida.
Buscaron durante toda la noche y durante todo el día siguiente… y el otro… y
varios más… pero todo fue en vano. ¡Ni rastro
de la cría!
Los
padres continuaron su particular búsqueda durante mucho tiempo. Pasaron meses,
años… Dicen que vendieron las más de doscientas cabras que poseían y se gastaron,
en buscar a su hija, la poca o mucha
fortuna de que disponían. Llegaron, incluso, a contratar personal especializado
en la búsqueda de desaparecidos. Tampoco obtuvieron resultado alguno.
Cada
vez que les llegaba un rumor o noticia sobre alguna pista que pudiera conducirles
a su hija, allí se personaban a comprobarlo.
Cuentan
que cuando habían transcurridos unos dieciocho o veinte años, apareció por el
pueblo donde vivían, una joven mendiga
que levantó todo tipo de especulaciones.
¿Sería la niña desaparecida?
Los
padres esperanzados de que así fuera, rápidamente, la localizaron, la invitaron
a su casa y le dieron de comer. Pronto
comprobaron que no era ella. De nuevo
les invadió la pesadumbre y el desasosiego.
Y
así, con el corazón destrozado por la
enorme tristeza producida por la pérdida y los sobresaltos y
decepciones que los falsos indicios les causaban, fueron consumiendo sus
esperanzas y sus vidas.
…
Habían
transcurridos muchos y largos años. Algunos de los ganaderos y labradores de
aquellos años ya habían fallecido. Otros se encontraban tan enfermos
que estaban a punto de hacerlo. Este era el caso del guarda de la finca.
Contaban
que, sintiéndose morir, no quiso llevarse a la tumba su gran secreto, y, en el
lecho de muerte, confesó a un familiar la verdad sobre aquellos hechos.
Al
parecer, aquella tarde, cuando el guarda
salió a buscar una cochina de cría que tenía suelta por el campo y acercarse a
los pilares, se encontró con una escena tan dantesca que jamás hubiera podido
imaginársela. Lo que sus ojos vieron no podía describirse con palabras. ¡La niña
había sido atacada y devorada por su cerda! Su cuerpecito aparecía destrozado y mutilado junto
al abrevadero.
Le entró
el pánico. No sabía qué hacer. Pensó que iría a la cárcel o que le echarían de
aquel trabajo. ¡Aquello sería su ruina! Por su cabeza pasaron mil temores. Tenía que
actuar con rapidez. Tomó la decisión de esconder los restos de la niña y de sus
ropas bajo unas losas de pizarra que había en los pilares. Después limpió todo
resto de lo que allí había sucedido y se alejó del lugar, antes de que nadie le viera,
con su cochina; a la que sacrificó, en
cuanto pudo, en previsión de que pudiera repetir los hechos o dar lugar a alguna sospecha..
De
esta manera se conoció y aclaró el misterio de la desaparición de la niña de la
finca de La Rodeznera. Una historia cruel
en la que la decisión equivocada de un hombre, presa del pánico, marcó de por vida el destino de toda una
familia.
Al parecer, los padres de la niña
vivieron lo suficiente como para conocer
la verdad y descansar de su tortuosa búsqueda.
O… Quizás nunca creyeron la versión del
guarda y prefirieron seguir soñando con su hija viva y feliz en algún lugar
remoto.
Autor: Juan José Pulido Vega
9 de febrero de 2014
Dedicado a todas las personas mayores, en especial a Priscila, mi madre, que tanto necesitan que les escuchemos ésta y cualquier otra historia.
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